Roberto Santos // En México, donde la hipocresía y las balas marcan el compás de la vida cotidiana, la renuncia de Luis R. Conríquez a los narcocorridos es un acto de insurgencia simbólica.
Fue en la Feria Internacional del Caballo Texcoco 2025, donde el cantante decidió no entonar temas violentos, y la respuesta fue brutal: abucheos, insultos, botellas volando como proyectiles, como si renunciar a glorificar al crimen fuera un agravio imperdonable.
La paradoja es tan cruda como reveladora: el “ídolo del pueblo” fue lapidado por intentar dignificar ese mismo pueblo.
Ese pueblo que, junto con el gobierno, hace de la hipocresía un rasgo de identidad.
El mismo público que aplaude a los que entonan odas al sicario, al jefe, al gatillero, condenó a quien se atrevió a decir basta.
Y así, Conríquez se convirtió en víctima de la censura de una sociedad adicta a su propio veneno.
Que uno de los principales exponentes del sonido que arropa a la narcocultura decida romper con ella, debería haber sido un punto de debate.
En lugar de eso, fue percibido como una traición.
Y esa reacción visceral expone una verdad que duele: hemos llegado a un punto donde celebrar la vida parece más provocador que cantar a la muerte.
El cantante no sólo se enfrentó al riesgo de perder contratos o seguidores; se enfrentó a una sociedad que ha construido su identidad alrededor del mito del narco.
La narcocultura no sólo es una estética, es una estructura simbólica que permea discursos, aspiraciones y formas de poder.
Hemos hecho del narco un tótem, no sólo musical, sino espiritual y estético.
Es decir, la narcocultura ya no es un reflejo de la violencia: es su evangelio.
Eso explica que renunciar a los corridos tumbados no sea un gesto trivial.
Es intentar transformar un sistema de símbolos donde el poder siempre porta un arma.
Conríquez lo sabe, y lo asumió con la conciencia de quien no sólo arriesga contratos y seguidores, sino algo más profundo: el lugar que ocupa en el imaginario de un país huérfano de héroes reales.
En el fondo, lo que está en juego no es sólo la música, sino la narrativa. El relato que nos repetimos para justificar lo injustificable. El mito del narco como ascenso social, como justicia alternativa, como identidad viril y triunfante.
Si el corrido se vuelve catecismo, y sus intérpretes, profetas. ¿Cómo, entonces, no quemar al hereje?
No basta, entonces, con que uno decida no cantar la violencia, si los demás siguen pidiéndola a gritos.
Es tiempo de revisar no sólo lo que consumimos, sino por qué lo celebramos.
¿Por qué la figura del narco sigue siendo uno de los pocos referentes de poder legítimo para millones de jóvenes? ¿Por qué exigimos coherencia ética a los músicos, mientras premiamos la desvergüenza política con votos y aplausos?
La valentía de Conríquez está en sumarse a quienes imaginan otro México, donde el arte deje de ser apología de la muerte y se convierta, por fin, en testimonio de vida.
Tal vez, en una tierra donde se alaba al que violenta, secuestra, extorsiona, ha llegado el momento de empezar a aplaudir a quienes decidan cantarle a la vida, no a la muerte.