Roberto Santos // Hay horrores que sacuden la conciencia, que deberían cambiar el rumbo de un país, que nos obligan a reaccionar. Y, sin embargo, no lo hacen.
Nos horroriza la fosa descubierta en un rancho. Un campo de exterminio disfrazado de centro de entrenamiento para sicarios, un Auschwitz a la mexicana que ninguna autoridad vio o quiso ver.
Indignan los restos calcinados, las pertenencias desperdigadas, las historias mutiladas de quienes pasaron por ahí. Pero nadie vio ni supo nada.
Ese rancho convertido en crematorio es solo una muestra del infierno que el crimen organizado ha perfeccionado.
Un sistema de muerte que atrapa a los jóvenes con falsas promesas de empleo altamente remunerados y los convierte en piezas desechables de esa banda de producción de terror.
El colectivo Guerreros Buscadores encontró otra prueba irrefutable de que, en México, la muerte no es un accidente, sino una maquinaria aceitada con impunidad y complicidad.
Hoy, Teuchitlán, Jalisco, es el epicentro del horror, pero sabemos que no es el único. Es solo la fosa que nos tocó ver esta vez.
Y en el país, la indiferencia también mata
Lo que debería estremecernos apenas provoca un murmullo pasajero. Y lo peor es que hay quienes prefieren ignorarlo.
Son los que se indignan más por una marcha feminista que por los cuerpos enterrados en el desierto.
Los que desvían la conversación hacia la política y las elecciones del nuevo Poder Judicial, pero callan cuando las madres buscadoras levantan huesos con las manos.
Los que justifican la violencia con discursos sobre “autodefensas” o “fuerzas del orden”, como si una ejecución o una desaparición tuvieran matices.
Este rancho en Jalisco no es el primero ni será el último.
Mientras México siga atrapado entre el miedo y la indiferencia, bajo el poder de la criminalidad, las fosas seguirán llenándose, los hornos seguirán ardiendo y las madres seguirán buscando.
Porque nadie más lo hará por ellas.