Roberto Santos // Los últimos días hemos sido testigos como en cualquier esquina de la capital amanece con montones de basura.
Incluso en lugares donde nunca se había visto, como el paso a desnivel, también manos entrañas han dejado bolsas llenas de residuos.
Todos sabemos que mantener una ciudad limpia es un acto de civilidad que trasciende los límites del gobierno.
Es, ante todo, una responsabilidad compartida entre las autoridades y la población.
Sin embargo, el problema de la limpieza urbana no es únicamente una cuestión de barrer calles o recolectar basura; es el reflejo directo de los valores culturales, educativos y sociales de una comunidad.
Una ciudad limpia nace de la educación que fomenta el respeto por el entorno, la conciencia ambiental y el entendimiento de que los espacios públicos son una extensión de nuestra casa.
La falta de limpieza, entonces, no es solo una cuestión técnica o administrativa, sino también cultural.
En este sentido, la educación desempeña un papel clave.
No basta con establecer normas, multas o campañas gubernamentales si no se logra transformar las conductas cotidianas de los ciudadanos o de los comerciantes del centro o de los mercados, a quienes se les hace facil llenar de basura las banquetas, sin importarles que apenas haya pasado el carro recolector.
Desde el hogar y las escuelas, debe inculcarse la importancia de cuidar el entorno como parte de un compromiso ético con la colectividad.
Pero el problema se agrava cuando actores políticos, sindicales, trabajadores descontentos, o grupos de interés, aprovechan estas fallas para convertir la suciedad en un arma de desgaste contra sus adversarios, como parece que sucede en Chilpancingo.
Es lamentable que, en algunos contextos, grupos opositores no solo critiquen la gestión de residuos del gobierno en turno, sino que incluso promuevan acciones que empeoren la situación, buscando generar una percepción de incapacidad gubernamental.
Al fomentar o tolerar la contaminación deliberada de los espacios públicos, estos actores no solo afectan la imagen del gobierno, sino que atentan contra el bienestar y la salud de los ciudadanos, utilizando tácticas deshonestas que sacrifican el bien común en aras de intereses personales o partidistas.
Este tipo de manipulación política distorsiona el propósito de la democracia, que debería centrarse en el debate de ideas y en la búsqueda de soluciones colectivas.
Ensuciar una ciudad para hacer quedar mal a un presidente municipal no solo refleja un vacío ético, sino que también socava la confianza en las instituciones.
En lugar de trabajar juntos para resolver los problemas, se alimenta la polarización, se divide a la sociedad y se priorizan los intereses mezquinos sobre las necesidades reales de la población.
En este contexto, es imperativo que los ciudadanos asuman un papel activo, no solo cuidando el entorno, sino también rechazando estas prácticas políticas.
Y de ser posible denunciar a quienes al amparo de la noche, tiran bolsas de basura.
La participación ciudadana debe ir más allá de mantener limpias las calles; también debe incluir la vigilancia y el fomento de una cultura de corresponsabilidad.
Solo a través de una sociedad comprometida y una política ética, será posible construir ciudades que sean limpias no solo físicamente, sino también en su vida pública y política.
Una ciudad limpia es, en el fondo, un reflejo de una sociedad organizada, responsable y consciente de que el espacio público es un espejo de sus valores y de su compromiso con el futuro.