Roberto Santos // Acapulco, una vez el brillante símbolo del turismo en México, es ahora sinónimo de muerte y terror.
El brutal asesinato de Fátima, una joven estadounidense de apenas 17 años, no solo es un recordatorio doloroso de la violencia que asola este puerto, sino una evidencia irrefutable del fracaso institucional en la protección de la vida humana.
Fátima no es la primera, y lamentablemente, en este contexto de impunidad, no será la última víctima de la barbarie que se ha normalizado en las calles de Acapulco.
La cruel manera en que fue torturada, decapitada y desmembrada es una muestra del sadismo que ha tomado control de la ciudad, donde el crimen organizado actúa con total impunidad, mientras la autoridad local encabezada por Abelina López Rodríguez sigue ofreciendo justificaciones como respuestas a este clima de barbarie.
Es imposible no cuestionar a las autoridad municipal y a las demás instituciones encargadas de la seguridad y justicia, encabezadas por la Guardia Nacional.
La presidenta municipal de Acapulco, Abelina López, padece una crisis que va más allá de su administración y enfrenta al juicio de una sociedad harta de ver cómo sus jóvenes son brutalmente asesinados sin que ella intente hacer algo al respecto.
Contrario a las justificaciones, se requiere acción, algo que hasta ahora ha sido inexistente.
La indiferencia oficial se convierte en cómplice del horror.
En lugar de respuestas, lo que presenciamos es un desfile de excusas y justificaciones que solo alimentan la furia de una comunidad que clama por justicia.
¿Qué están haciendo nuestras autoridades para evitar que crímenes como el de Fátima sigan ocurriendo?
¿Dónde están las políticas públicas efectivas, la intervención real para frenar la escalada de violencia?
Acapulco se ha convertido en un símbolo del fracaso de un gobierno municipal, incapaz de garantizar lo más básico: la seguridad de sus ciudadanos y lo más doloroso: de sus jóvenes.
Cada asesinato, cada acto de violencia que queda impune, es una herida abierta en el tejido social, una herida que desangra no solo a las víctimas y sus familias, sino a toda la comunidad.
El asesinato de Fátima es reflejo de la descomposición social y moral de una ciudad que ha sido abandonada por aquellos que juraron protegerla.
Pero también es un llamado urgente a la acción, a una movilización social que exija con todas sus fuerzas que se detenga esta masacre silenciosa.
Las autoridades deben entender que no pueden seguir jugando con la vida de las personas.
Es hora de que se enfrenten a la realidad y actúen con la firmeza y determinación que la situación demanda.
La justicia para Fátima no solo debe ser un compromiso, sino una prioridad absoluta.
De lo contrario, estaremos condenando a Acapulco a seguir siendo un cementerio, un lugar donde la muerte y el dolor de la mano se pasean libremente mientras la justicia brilla por su ausencia.
Es momento de despertar, de exigir que se frene esta ola de violencia que está robándonos a nuestros jóvenes, y de hacer que las autoridades actúen de una vez por todas.
Porque, si no lo hacemos, ¿cuántas más deberán morir antes de que digamos “basta”?